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jueves, 9 de agosto de 2018

Nocturno - Manuel Acuña

Comprendo que tus besos jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás;
y te amo, y en mis locos y ardientes desvaríos,
bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos, te quiero mucho más.
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Manuel Acuña Narro nace en Saltillo, Coahuila, México, el 27 de agosto de 1849 y se suicida en la ciudad de México el 6 de diciembre de 1873.
Rumores de la época decían que se enamoró de Rosario de la Peña, pero ella era casada y eso fue la causa para que se envenenara con cianuro de potasio, muriendo en su habitación de la Escuela de Medicina.
Otros dicen que con quien sostuvo una relación fue con la poetisa Laura Méndez de Cuenca.
Sus restos fueron inicialmente depositados en el Cementerio de Campo Florido, posteriormente trasladados a Saltillo en 1917 y yacen en la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, del panteón de Santiago.
José Martí, el poeta, pensador y político cubano, escribió sobre él en 1876: "¡Lo hubiera querido tanto si hubiese él vivido!... Hoy lamento su muerte; no escribo su vida; hoy leo su Nocturno a Rosario, página última de su existencia verdadera, y lloro sobre él y no leo nada. Se rompió aquella alma cuando en aquel quejido de dolor".
A Rosario...

¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro,
decirte que te quiero con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto, y al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión.

Yo quiero que tú sepas que hace ya muchos días
estoy enfermo y pálido de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas las esperanzas mías,
que est´n mis noches negras, tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde se alzaba el porvenir.

De noche, cuando pongo mis sienes en la almohada
y hacia otro mundo quiero mi espíritu volver;
camino mucho, mucho, y al fin de la jornada,
las formas de mi madre se pierden en la nada,
y tú de nuevo vuelves en mi alma a aparecer.

Comprendo que tus besos jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás;
y te amo, y en mis locos y ardientes desvaríos,
bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos, te quiero mucho más.

A veces pienso en darte mi eterna despedida,
borrarte en mis recuerdos y huír de esta pasión;
mas si es en vano todo y el alma no te olvida,
¿qué quieres tú que yo haga, pedazo de mi vida,
qué quieres tú que yo haga con este corazón?

Y luego que ya estaba concluído tu santuario,
tu lámpara encendida, tu velo en el altar;
el sol de la mañana detrás del campanario,
chispeando las antorchas, humeando el incensario,
y abierta, allá a lo lejos, la puerta del hogar.

¡Qué hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre y amándonos los dos:
tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma, los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros, mi madre como un dios?

¡Figúrate qué hermosas las horas de esa vida!
¡Qué dulce y bello el viaje por una tierra así!
Y yo soñaba en eso mi santa prometida;
y al delirar en eso con ansia estremecida,
pensaba yo en ser bueno por ti, nomás por ti.

Bien sabe Dios que ese era mi más hermoso sueño,
mi afán y mi esperanza, mi dicha y mi placer;
¡bien sabe Dios que en nada cifraba yo mi empeño,
sino en amarte mucho bajo el hogar risueño
que me envolvió en sus besos cuando me vio nacer!

Esa era mi esperanza... mas ya que a sus fulgores
se opone el hondo abismo que existe entre los dos,
¡adiós por la vez última, amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores;
mi lira de poeta, mi juventud, adiós!

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